miércoles, 28 de septiembre de 2011

El Quemado

El pueblo se llamaba Rivas Orantes, en honor a su fundador, pero con el paso del tiempo y, especialmente, dada una circunstancia trágica con secuelas espeluznantes, cambió su nombre a “El Quemado”.
Emeterio Gallardo, de diecisiete años, llegó al sitio a mediados de los cincuenta, huyendo de unos hampones que había conocido en la capital; endeudado por haber perdido varias partidas de billar, al confesar que no tenía dinero oyó que pagaría con la vida. Forcejeó con dos hombres de estatura y peso mayores a los suyos y, aun cuando no evitó que le rompieran la muñeca izquierda, consiguió, por suerte, evadir más heridas y corrió sin parar hasta que, convencido de que ya no lo perseguían y amparado en la oscuridad nocturna, llegó a una terminal de autobuses y, con calderilla y el cuento de que lo habían asaltado y no tenía “para volver a su tierra”, adquirió un boleto con destino a cualquier parte.
El autobús pasaba por Rivas Orantes, donde dejaba a tres o cuatro personas de vez en cuando. Como parecía estar muy lejos de la capital, y como aparentaba paz, Gallardo decidió quedarse ahí. Llegó al amanecer, se asiló en una lonchería y en cuestión de horas, ayudado por su estampa dolida y la muñeca rota, ganó el corazón de Felicia, dueña del establecimiento. Ella, diez años mayor que él, lo alimentó, lo alojó en su casa, lo hizo su amante.
Sin embargo, la banda de Jiménez destacaba por la organización y la tenacidad. No le habían perdido la pista al deudor aquella noche. Le hicieron creer que ya no lo seguían, de acuerdo con una táctica consistente en relevar gradualmente a los perseguidores; los que habían salido en pos de Gallardo, al alcanzar cierta esquina, fueron relevados por un colega, quien, a su vez, lo fue por otro más adelante. Así, un hampón atestiguó la partida de Gallardo y dio parte a Jiménez, quien ordenó cazar al deudor y aniquilarlo.
Mientras algunos facinerosos tomaban nota de la ruta seguida por el camión tomado por Gallardo, sin olvidar las paradas intermitentes que pudiera hacer, éste gozaba del trato magnífico de Felicia, una viuda que llevaba años esperando al reemplazo de su extinto marido, quien le fuera infiel con varias señoras de la localidad. Con tal de evitar no sólo ser cambiada por otra, sino despertar un día y no ver más a su joven amante, aprovechó el sueño de éste para calentar una infusión con ingredientes raros, de uso común en rituales de brujería. Sabía a té de toronjil, pero generaba efectos muy diferentes. Gallardo bebió un cuarto de litro porque Felicia le dijo que lo haría sentirse mejor. En realidad se había condenado a no irse jamás del pueblo.
Qué triste que los proyectos concebidos para durar terminen casi de inmediato. Felicia suspiraba de gozo sola, en la lonchería, cuando tres grandullones, de traje cruzado a rayas, sombrero de ala ancha y revólveres, irrumpieron en el lugar y se abalanzaron sobre ella. Le exigieron, a punta de pistola, que dijera si conocía a cierto individuo al que describieron detalladamente. Ella negaba con la cabeza cuando, con toda calma, Gallardo se presentó.
Se quedó helado de impresión al reconocer a los hampones. No le dieron tiempo de girar sobre los talones. Uno de sus verdugos lo alcanzó enseguida y lo dobló sobre sí mismo de un puñetazo en el vientre. Felicia, por su parte, no se cansaba de forcejear, así que le cortaron la garganta con un cuchillo de carnicero. Los ojos abiertos de su cadáver quedaron fijos en su amante ovillado en el piso, tosiendo y sintiendo cómo lo rociaban de gasolina.
Algunos habitantes del pueblo lo vieron trastabillar en la calle, convertido en antorcha humana y profiriendo algo parecido a alaridos. El cuerpo carbonizado cayó al suelo en una esquina y se quedó inmóvil; un abarrotero y su hijo, cubeta en mano, lo bañaron de agua fría para atemperar el hedor de carne humana quemada.
Los pueblerinos habían atestiguado otras muertes en Rivas Orantes, pero no que las víctimas reaparecieran para atormentarlos. Enterraron tanto a Felicia como las cenizas de Gallardo, pero éste comenzó a aparecer en plena calle, particularmente en las noches. Hubo testigos que aseguraron haberlo visto, envuelto en llamas y gritando, queriendo abandonar la región, pero dejaba de percibirse al alcanzar la esquina donde había caído para no moverse más.
Por un tiempo se toleró la presencia fantasmal, y no faltó el “empresario” astuto que pretendiera medrar de ella; así, por varios medios se propagó la creencia de que Rivas Orantes estaba embrujado, y a la larga se le empezó a conocer como “El Quemado”, porque eso era lo que, según la publicidad, verían quienes se hospedaran en alguno de los “hoteles” de aquel pueblo. Varios visitantes llegaron con escepticismo y se marcharon con horror, pues El Quemado no los había defraudado.
Pasaron los años y el furor, y cada vez menos gente llegó al pueblo y más salió de él. El desarrollo de obras carreteras acabó con gran parte de la zona, pero el horror constante de muchos trabajadores, que vieron al espectro solos o acompañados, obligó a recalcular la trayectoria del camino. Así, se mantuvo intocada la calle que, hacía años, había recorrido y aún recorre Gallardo, bañado en llamas, dando alaridos y esperando dejar el pueblo.
Pero nunca supo ni hay quien le diga que Felicia lo había hechizado para no partir jamás.
 
 

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